Había una vez un granjero
que tenía un asno muy viejo. Un día, mientras el asno estaba caminando por un
prado, pisó sobre unas tablas que estaban en el suelo, se rompieron y el asno
cayó al fondo de un pozo abandonado.
Atrapado en el fondo del
pozo el asno comenzó a rebuznar muy alto. Casualmente, el granjero oyó los
rebuznos y se dirigió al prado para ver qué pasaba. Pensó mucho cuando encontró
al asno allí abajo. El asno era excesivamente viejo y ya no podía realizar
ningún trabajo en la granja. El granjero decidió que enterraría al viejo asno
en el fondo del pozo, ya que no valía la pena sacar al burro puesto que ya no
era útil.
Una vez tomada esta
decisión, se dirigió a sus vecinos para pedirles que vinieran al prado con sus
palas. Cuando empezaron a echar tierra encima del asno, éste se puso aún más
inquieto de lo que ya estaba. No sólo estaba atrapado, sino que, además, lo
estaban enterrando en el mismo agujero que le había atrapado.
El burro, en un primer
momento, triste y desesperado se rindió y se tumbó esperando su final. Pero al
estremecerse en llanto, se sacudió y la tierra cayó de su lomo de modo que
empezó a cubrir sus patas. Entonces, el asno levantó sus cascos, los agitó, y
cuando los volvió a poner sobre el suelo, estaban un poquito más altos de lo
que habían estado momentos antes. El burro entonces se sacudía la tierra y daba
un paso encima.
Para sorpresa de todos,
antes de que el día hubiese acabado, el asno apisonó la última palada de
tierra, llegó a la boca del pozo y salió del agujero.
Cada
uno de nuestros problemas es un escalón hacia arriba. Podemos salir de los más
profundos agujeros si no nos damos por vencidos.
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